lunes, 26 de agosto de 2019
CAPITULO 25
Mañana es por fin Navidad, y aunque he quedado con Luisa para cenar con ella y su nuevo novio lo que realmente me apetece es quedarme sola en casa sin hacer absolutamente nada. Tengo un dolor de cuello espantoso porque he debido dormir en una mala postura y por si fuera poco está lloviendo a mares, un inicio perfecto para un día que pinta ser todo un asco.
Cuando llego a la oficina Pedro aún no ha llegado, así que pongo la caja de dulces sobre la mesa y preparo el café. Es curioso lo que se echan de menos sus detalles cuando no anda cerca.
Media hora después, mi ayudante sigue sin aparecer y no me coge el teléfono, por lo que empiezo a preocuparme en serio. ¿Dónde demonios está?
Desde que trabajamos juntos jamás ha llegado tarde y siempre coge el teléfono cuando le llamo. Cuando los nervios están a punto de ahogarme y barajo la posibilidad de avisar a la policía para que busquen su cuerpo en alguna cuneta, Pedro aparece silbando despreocupadamente.
—¿Dónde demonios estabas, Pedro? —le regaño— Me tenías muy preocupada.
—¿Perdón? —Su cara de asombro me deja más extrañada todavía.
—No cogías el teléfono y creí que te había pasado algo malo.
—Paula, hoy era mi chequeo anual obligatorio. Dejé el teléfono en el coche y ni siquiera me he parado a mirarlo.
—No lo recordaba —digo avergonzada.
—Creía que te lo había recordado ayer.
—Pues no lo hiciste.
—Lo siento, Paula, de verdad.
—Da igual, lo importante es que ya estás aquí.
—Estabas preocupada por mí… —canturrea bromeando.
—No seas tonto.
—¡Te importo! ¡Al final he conseguido que no puedas vivir sin mí!
—Deja de hacer el payaso y ponte a trabajar.
Pedro se pone a trabajar y yo vuelvo a lo mío con una sonrisa. Es un payaso de cuidado, pero encantador. A los cinco minutos el cuello vuelve a darme una punzada, y aunque lo muevo en círculos e intento masajearlo no consigo que deje de doler.
—¡Maldita sea! —mascullo frustrada.
—¿Estás bien, Paula? —pregunta Pedro acercándose con su silla— Te noto bastante rara esta mañana.
—He debido dormir de mala postura y el cuello me está matando.
—Déjame a mí.
Pedro se coloca de pie tras mi silla y pasa sus manos a mi alrededor para desabrochar un par de botones de mi camisa y dejar mis hombros al descubierto. El roce de sus brazos me hace inspirar con fuerza, pero intento disimular lo mejor que puedo. Pone sus manos en mis hombros para empezar el masaje, pero debido a la altura del sillón le es imposible hacerlo bien.
—Siéntate en el sofá de espaldas al brazo, Paula.
—¿Para qué? —pregunto mirándole de reojo.
—Para poder darte un masaje en condiciones. Aquí no llego bien.
Hago lo que me ordena y echo la cabeza hacia delante en cuanto sus manos entran en contacto con mi cuello. Amasa mi piel despacio, encontrado los nudos musculares que me traen por la calle de la amargura y deshaciéndolos con expertos giros de muñeca. Su proximidad me está alterando más de lo que debiera. Siento su estómago rozar mi espalda de vez en cuando y no puedo evitar fantasear con que ese masaje no tiene nada de terapéutico y sí todo de erótico, y comienzo a sentir un hormigueo molesto en la boca del estómago.
—Estás demasiado tensa, jefa —susurra—. Deberías relajarte de vez en cuando.
Su voz ronca me arranca un gemido. ¿Cómo puede tener una voz tan sumamente sexy sin ser pecado? Sus manos podrían resbalar de repente hasta mis pechos y yo no opondría ninguna resistencia. Es más, deseo que me toque, que haga endurecerse mis pezones entre sus dedos y que continúe más y más abajo. Deseo que aparte la cinturilla de mi falda para meter las manos en mis braguitas de encaje y… ¿Pero en qué demonios estoy pensando?
Me echo hacia atrás inconscientemente para apartar esas ideas absurdas de mi mente, pero es peor el remedio que la enfermedad porque mi espalda choca contra el bulto de su erección.
Parece que a él también le está afectando el masaje más de lo normal y se aparta a toda prisa para intentar disimular. ¿Qué demonios ha pasado? ¿Es que he fantaseado en voz alta y él me ha escuchado? No… no puede ser. ¿O sí?
Me levanto para meterme en el cuarto de baño y cerrar la puerta con un suspiro. ¿Cómo voy a mirarle ahora a la cara?
—Respira, Paula, respira —susurro para mí misma—. Sal ahí y actúa como si no hubiese pasado nada. Seguro que todo esto ha sido un malentendido. Apuesto a que eso era su móvil, no su miembro. Sí, eso tiene que ser.
Cuando vuelvo a mi mesa Pedro está trabajando como si nada, levanta la vista de los papeles y me sonríe como siempre. Bien… como suponía lo que he notado era su móvil, o no estaría tan normal.
—Jefa, ¿tienes planes para mañana? —pregunta al cabo de un buen rato.
—Pues la verdad es que sí. He quedado con Luisa para ir a cenar a su casa y así conocer a su nuevo novio. ¿Y tú? ¿Tienes planes?
—Leila va a cocinar, así que debo cenar con ella.
—No te veo muy entusiasmado, Pedro.
—Bueno, la quiero con locura pero hay veces en las que me crispa los nervios, y las Navidades la ponen un poco eufórica. Ya sabes… regalos, adornos, pavo y dulces navideños.
—Entiendo.
—Tenía la esperanza de que vinieras y lo hicieses más llevadero, pero tendré que hacerme a la idea de que voy a tener que aguantarme y hacer lo que ella quiera.
La verdad es que me parece raro que prefiera pasar las Navidades con su jefa en vez de a solas con su chica, pero no digo nada. El resto del día pasa en un suspiro. Cuando voy a marcharme veo a Pedro apoyado en el quicio de la puerta con las manos en los bolsillos.
—Bueno… ya no nos veremos hasta el día veintiséis —dice acercándose.
—Vas a librarte del ogro de tu jefa un par de días, deberías estar contento.
—Ya me he acostumbrado a ella. La verdad es que quizás, solo quizás, la eche un poco de menos.
—No seas embustero, Pedro, vas a llegar a tu casa y te vas a tirar en el sofá desnudo con una botella de champán para celebrarlo.
Él solo se ríe y saca una cajita del bolsillo de su chaqueta.
—Te he traído un regalo —susurra tendiéndomela.
—¿Para mí? Pedro… no tenías por qué.
—Es de parte de Leila y mía. Queríamos agradecerte que nos dieses una oportunidad a ambos.
—¡Vaya, gracias!
Que Leila forme parte de la sorpresa hace que ya no me haga tanta ilusión el regalo, pero no digo nada. Al abrir la cajita me encuentro con una preciosa pulsera de plata con colgantes en forma de copos de nieve. ¡Es preciosa! He de reconocer que Leila tiene un gusto exquisito, porque apuesto a que ha sido ella quien la ha escogido.
—Muchas gracias, Pedro —susurro sin apartar la vista de la pulsera—. Me encanta, es preciosa.
—Podrías agradecérmelo viniendo a cenar a casa…
—Sabes que no puedo, pero si pudiese no haría falta que me sobornases con una pulsera tan bonita.
—¿De verdad te gusta? Me pasé más de una hora eligiéndola.
—¿La elegiste tú? —pregunto sorprendida.
—¿Quién iba a elegirla si no?
—Creí que habría sido Leila.
—Si hubiese sido ella sería de casitas de jengibre o bastones de caramelo, créeme —contesta con una sonrisa.
—Pues de verdad me encanta. ¿Me la puedes poner?
Él solo asiente, coge la pulsera de la caja y la cierra en torno a mi muñeca, dejando resbalar el pulgar por mi pulso con lentitud. Levanto la vista para darme cuenta de que me está mirando fijamente a los ojos, después mira mis labios… y yo me derrito por dentro. Se acerca despacio, muy muy despacio, y cierro los ojos inconscientemente esperando que no se detenga.
Un escalofrío de placer recorre mi vientre al sentir sus labios sobre los míos.
Apenas ha sido un roce, pero ha conseguido que mis piernas se conviertan en gelatina.
—Feliz Navidad, Paula —susurra antes de darse la vuelta y marcharse.
Yo me quedo un minuto parada en el sitio, aún con los ojos cerrados, saboreando el sabor de los labios de Pedro. ¿Por qué tengo que sentirme de esta manera? ¿Por qué estoy hecha un auténtico lío? Abro el chat para escribirle un solo mensaje a mi lobo solitario.
Tenías razón, Wolf. Me gustan dos hombres a la vez y estoy bien jodida.
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