jueves, 29 de agosto de 2019

CAPITULO 36




En cuanto desembarcamos en el aeropuerto de Pisa, Mauro se acerca a nosotros con una mujer menuda de largos cabellos color miel colgada de su brazo.


—Benvenuti in Italia —dice con una sonrisa—. Os presento a Arabella, mi prometida.


—Encantada de conocerla —digo estrechando su mano.


—Señorita Cavalcanti... —susurra Pedro antes de hacer lo mismo.


—Encantada de tenerles por aquí, y por favor, llámenme Bella. Estoy muy emocionada con la grabación del anuncio de los vinos. Nunca he asisitido a una grabación.


—Bien —interrumpe Mauro—, debemos irnos. Aún nos queda una hora de camino hasta la finca.


Aunque el ambiente está un poco tenso entre Pedro y Mauro, Arabella consigue relajarlo en pocos minutos. Es una mujer muy alegre y divertida y enseguida congeniamos muy bien.


La finca Cavalcanti está situada en la Campiglia Marittima de Livorno, al oeste de Italia. Está compuesta por dos viviendas: la principal, más amplia, tiene cinco dormitorios con sus respectivos cuartos de baño, una cocina enorme, una sala de estar, un salón y un despacho-biblioteca; la otra casa está dividida en dos apartamentos de dos dormitorios totalmente equipados. En la parte trasera hay una terraza con piscina y barbacoa orientada a los viñedos. Si tuviera que describirla en una sola palabra sería… perfección.


Arabella nos acompaña a la casa pequeña, donde nos alojaremos con los modelos.


—Este será vuestro hogar mientras estéis aquí —dice Arabella— Podéis acomodaros como queráis, los apartamentos son vuestros. ¿Cuándo llegarán los modelos?


—Llegarán mañana —contesta Pedro—. Queríamos inspeccionar la zona antes de empezar a prepararlo todo.


—Perfecto entonces. Refrescaos un poco y venid a la casa familiar, os presentaré al resto de la familia y podremos cenar en la terraza.


Bella se marcha y Pedro me agarra de la cintura con un suspiro.


—Al fin solos —susurra besándome—. Parece que no voy a tener que escabullirme después de todo, tenemos un apartamento para nosotros solos.


—De eso nada, caradura —protesto zafándome de su abrazo—. Tú dormirás con Jay.


—¿Qué has dicho?


—Lo que has oído. ¿Prefieres dormir en el apartamento de arriba o en el de abajo?


—En el que estés tú —contesta con esa sonrisa demoníaca que tanto me gusta.


—Eso no va a pasar, Pedro, así que elige.


—¿En serio crees que te voy a dejar sola para que mi primo vuelva a atacarte?


—Estamos en casa de su suegro y su prometida también está aquí, no lo hará. Además, estaré con Stephanie y echaré la llave.


—Dijimos que disfrutaríamos de este viaje, Paula. ¿Por qué demonios has cambiado de idea?


—No he cambiado de idea, te lo dije antes de salir. Tenemos que ser profesionales, Pedro, que hemos venido a trabajar.


—Por la noche no trabajamos, ¿o sí?


—Si te portas bien te dejaré colarte en mi habitación por la ventana como acordamos.


—Entonces será mejor que os deje a vosotras el apartamento de abajo —protesta—. Lo único que me faltaba es que me rompiese la cabeza intentando echarte un polvo.


—No te enfades… —susurro acercándome para besarle—. Cuando volvamos a casa te compensaré.


—Está visto que cada vez que esa cabecita loca se pone a pensar yo salgo malparado, así que tendré que resignarme.


—Voy a darme una ducha y nos vemos para ir a cenar —contesto abriendo el apartamento.


—¿Ahora estamos trabajando? —pregunta de pronto.


—Claro que no. ¿A qué…


No me deja terminar la frase. Pedro me coge de la cintura y me arrastra hasta el apartamento como si fuera el hombre de las cavernas y no puedo hacer nada más que reírme a carcajadas. 


Me encanta su forma de ser, me encanta que me rete y me demuestre lo mucho que me desea. En cuanto cierra la puerta a su espalda me aprisiona contra la pared apretándome con su cuerpo.


Pedro, no tenemos tiempo —susurro mirándole la boca con deseo.


—Claro que lo tenemos —susurra con voz ronca—, siempre que nos duchemos juntos, por supuesto.


—Tendrías que subir a deshacer la maleta.


—La maleta puede esperar.


—Pero Pedro


—Pero nada, Paula. No estamos trabajando y los modelos no están aquí para enterarse de lo que hacemos, así que deja de buscar excusas. Lo deseas tanto como yo, nena…


—Espera a que volvamos de cenar al menos. Somos los invitados y no podemos ofender a nuestros anfitriones llegando tarde.


—Nuestros anfitriones pueden esperar —susurra lamiéndome el cuello —. Te aseguro que yo no.


Sus manos ya me han desabrochado la hilera de botoncitos del vestido, así que me lo saco por la cabeza con una sonrisa y corro hasta el cuarto de baño para ducharme, pero Pedro me atrapa antes de poder meterme en la ducha.


—¡Espera, Pedro! —protesto— ¡Déjame ducharme antes!


—Después —contesta enterrando la mano entre mis muslos.


—¡Pero estoy sudada del viaje!


Su lengua recorre la piel de mi hombro hasta mi oreja y muerde el lóbulo suavemente arrancándome un escalofrío.


—Estás igual de deliciosa que siempre, así que abre las piernas y déjame hacer a mí.


Le miro por encima del hombro con una sonrisa y apoyo las manos en la pared para obedecerle. Pedro se arrodilla entre mis piernas y recorre mis labios con un dedo mirándolos hipnotizado, relamiéndose.


—Así me gusta encontrarte —dice con voz ronca—. Mojada, hinchada… y preparada para mí.


Se levanta del suelo pasando el dedo por mi clítoris, e inspiro con fuerza cuando siento su miembro presionar mi abertura. Deseo desesperadamente que me penetre, pero en vez de hacerlo Pedro pasa las manos por mi cuerpo para apresar mis pechos en las manos y pellizcar mis pezones.


—Me vuelven loco tus tetas, nena… —susurra.


Restriega su glande entre mis labios humedeciéndolo, y se limita a dar pequeños golpecitos en mi entrada que me hacen jadear. 


Necesito sentirle dentro de una vez, así que echo el culo hacia atrás consiguiendo que me
penetre. Pedro me agarra de las caderas y entra en mí muy lentamente. Cada centímetro que avanza dentro de mi cuerpo se convierte en una vorágine de placer que arranca gemidos ininteligibles de mi garganta. Tengo los nudillos blancos de la fuerza con la que aprieto las palmas de las manos contra las losas, y su cálido aliento acaricia mi oído haciéndome estremecer.


La pelvis de Pedro comienza a moverse despacio, llenándome con embestidas lentas, precisas, y su mano acaricia mi clítoris en círculos acercándome peligrosamente al orgasmo. Apoyo la frente sobre la pared y Pedro me muerde en el hombro antes de darme la vuelta y levantarme del suelo. Ahora es mi espalda la que se apoya en la pared, y enredo las piernas en su cintura cuando Pedro une de nuevo su boca a la mía en un beso hambriento. ¿Cómo puede saber en qué momento exacto debe besarme? Si no fuera porque las tengo enredadas en su cuerpo, mis piernas se habrían convertido en gelatina incapaz de sostenerme. Mis uñas se clavan en sus hombros cuando su verga golpea con fuerza mi sexo, excitándome, volviéndome loca y haciéndome desear que no salga nunca de mí.


Los gemidos que escapan de su garganta penetran en mis oídos acercándome más y más a la locura. Su mano libre aprieta mi pecho, sus caderas golpean con fuerza dentro de mí y me lanza al orgasmo antes de derramarse sobre las frías losas de la ducha. Pedro cae al suelo jadeando y apoya la cabeza en mis piernas intentando recuperar el aliento.


—¡Joder! —susurra de pronto.


—¿Qué pasa? —pregunto preocupada— ¿Estás bien?


—Muy bien —contesta mirándome con una sonrisa—. Es solo que me has dejado para el arrastre.


No puedo evitar reírme y acciono el mando del agua caliente para darnos una ducha antes de reunirnos con nuestros anfitriones.


—Acepto tener que dormir con Jay estos días aunque no sea mi tipo —dice Pedro abrochándose la camisa—, pero esta noche pienso dormir en tu cama.


—¿Y si yo no quiero que lo hagas? —bromeo.


Pedro me mira con una ceja arqueada que me hace reír.


—Está bien, está bien… —digo al fin— Pero solo echaremos uno rapidito. Mañana necesitamos estar despejados para poder plantear el anuncio.


—A mí no me lo digas… Eres tú la insaciable que no puede mantener sus manos apartadas de mí.


—Serás…


Intento acercarme para darle un manotazo, pero antes de darme cuenta estoy tendida sobre la cama sintiendo su tremenda erección contra mi muslo.


—¡Eres un depravado! —protesto— ¿Ya estás así otra vez?


—Es culpa tuya —contesta con voz ronca—. Me pones cachondo con solo mirarme, no digamos cuando te pones esos pantaloncitos tan ajustados…


—Estás muy salido.


—Tal vez… pero te aseguro que esto —contesta restregándome su verga— solo me pasa contigo.




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