lunes, 19 de agosto de 2019

CAPITULO 1




A los treinta y cinco años mi vida es demasiado complicada para pensar en ese sentimiento que muchos llaman amor. Demasiado trabajo, demasiadas obligaciones y muy poco tiempo libre. Ser directora del departamento de publicidad de una gran empresa de marketing me absorbe por completo, y ahora que mi ayudante ha pasado a engrosar la lista de mujeres felizmente casadas y a punto de tener un bebé, el trabajo se multiplica por dos. Gracias a Dios mi suerte está a punto de cambiar porque falta muy poco para que una nueva ayudante llegue a mi vida para ponerme de nuevo las cosas mucho más sencillas.


Las calles de Manhattan son un hervidero de personas a las siete de la mañana y coger el coche es una auténtica odisea, por eso suelo ir en metro a trabajar. Me gusta fijarme en todos esos potenciales compradores de los
productos que publicito para poder hacer el mejor anuncio del mercado y seguir siendo la mejor en mi trabajo. Siempre ando libreta y bolígrafo en mano para apuntar cualquier pequeño detalle que pueda serme de utilidad en mi próximo trabajo, aunque la gente me mire como si me faltase un tornillo.


Suelo ser implacable, inflexible y profesional. No me valen las excusas, me gusta que mis empleados sean eficientes y que se centren en el trabajo en vez de estar chismorreando sobre el nuevo novio de su vecina del quinto. Por ello me he ganado el apodo de mujer de hielo, pero me importa muy poco cuando el trabajo está terminado a tiempo y a gusto del cliente.


Veinte minutos antes de entrar a trabajar suelo encontrarme en la cola de Starbucks, donde pido mi Latte Macchiatto y mi donut relleno de chocolate, el único capricho dulce que me doy al día. Cinco minutos después entro por las puertas del edificio de mi empresa y me detengo a charlar con Luisa, recepcionista y mi mejor amiga desde que entré a trabajar aquí.


—Buenos días, Luisa —digo con una sonrisa apoyándome en el mostrador—. ¿Qué tal se presenta el día?


—Movidito —contesta alzando las cejas de manera sugerente—. Ha llegado un bombón impresionante preguntando por ti, así que al menos te recrearás la vista hoy.


—¿Ha dicho su nombre?


—No, pero seguro que se llama “polvo de Paula”.


—Ya sabes que no tengo tiempo ni ganas de pensar en hombres. Le atenderé educadamente y le indicaré el camino hasta ti para que puedas comértelo entero.


—Paula, te he dicho muchas veces que necesitas un respiro. No todo en la vida es trabajar, ¿sabes?


—No solo trabajo, Lu. También me divierto.


—¿Ah, sí? ¿Haciendo qué?


—Bueno pues… hago deporte —me defiendo—. ¡Y también leo!


—¿Y eso es divertido?


—Para ti tal vez no, pero a mí me relaja muchísimo. —Miro el reloj —. Tengo que irme, las candidatas para el puesto de ayudante están a punto de llegar y quiero deshacerme antes del tipo ese.


—No te olvides de mandarlo hacia aquí —bromea mi amiga.


—Que sí, pesada. Luego nos vemos.


Subo el ascensor hasta la quinta planta, saludo distraídamente a mis compañeros y entro a toda prisa en mi oficina. Aunque acabo de salir de casa estoy estrenando zapatos y me están matando de dolor, así que en cuanto cierro la puerta apoyo una mano en la pared y los lanzo por el aire con un suspiro de alivio.


—Bonito culo —oigo a mi espalda.


Doy un respingo al caer en la cuenta de que me he olvidado por completo del tío del que me ha informado Lu, y me vuelvo para verle sentado en mi silla con los pies sobre la mesa. La verdad es que está como un cañón… rubio, ojos claros, labios carnosos y un cuerpo de infarto, pero esa es mi silla y me ha costado mucho trabajo ganármela.


—Llega diez minutos tarde —dice con todo el descaro del mundo.


—¿Se puede saber quién se cree usted que es? Para empezar levántese de ahí, que tenemos sillones muy cómodos para las visitas.


—Estoy cómodo aquí, gracias. Soy Mauro, el hijo de tu jefe. Me duele que no me hayas reconocido, Paula.


Conocí a Mauro en mi primer año trabajando en esta empresa. Es un niño malcriado que se cree que por ser el hijo del jefe puede hacer lo que le venga en gana, y la verdad es que no lo aguantaba entonces y no lo aguanto ahora. 


Tendrá unos treinta años, aunque la mentalidad de un niño de doce, y se dedica a ponerle los cuernos a su prometida millonaria cada vez que le viene en gana, con las correspondientes consecuencias mediáticas.


—Ha pasado mucho tiempo —contesto—. ¿Qué quieres de mí?


—Tengo un proyecto para ti.


—Ahora mismo estoy ocupada, así que si no te importa…


—Vaya… creí que por ser el hijo de Christian no hacía falta pedir cita.


—Pues te equivocaste. Me da igual que seas el hijo de mi jefe, el presidente de los Estados Unidos o el Papa de Roma, Mauro. Levanta el culo de mi silla y pídele una cita a mi secretaria. Cuando la tengas hablaremos de tu proyecto, no antes.


—Está bien, está bien —contesta levantándose con las manos en alto —. Vaya genio que gastas, ricura.


Mauro se acerca a la puerta y me mira con aire divertido antes de acercarse a mi oído.


—Me habían dicho que te habías convertido en una mujer de hielo — susurra—, pero te aseguro que me encantará conseguir derretirte en mi cama.


—Créeme… antes de que eso ocurra Lucifer habrá vuelto al cielo y se habrá congelado el Infierno.




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